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Buenas tardes, mi nombre es Rita María Fabrone, tengo 26 años y quisiera compartir Mí testimonio. Cuando pequeña era usual acercarme con mi mamá, cada tanto, al Seminario Diocesano a dejarle florcitas a nuestra Santísima Virgen María y con esa simple práctica empecé a conocer un lugar que cambió mi vida. Cuando crecí, gracias a una vecina, mis papás decidieron enviarme allí a realizar los años de catequesis, siendo esta una de las decisiones que más debo agradecerles en mi vida. Junto con ella, comencé un camino que a Dios gracias puedo decir que lo continúo…comencé a conocer a Cristo. Llegaba el sábado y todo era distinto, había que almorzar pronto ya que a las 15 horas empezaba catecismo y nos reuníamos en la capilla para tener un pensamiento a cargo de un seminarista y luego ir a las aulas. ¿Y el catecismo? Cursar esas horas era algo impresionante, la alegría con la que nos enseñaban, el amor con que nos explicaban cada tema. Luego venían los recreos, jugar a las escondidas, al vóley, a la mancha, eso equivalía a pasarla lindo siendo simplemente NIÑOS. ¿Y la Santa Misa? En mi vida olvidaré la alegría que invadía a cada niño cuando sonaba la campana que indicaba que teníamos que ir a la capilla para prepararnos para la Santa Misa, las oraciones antes del comienzo, el practicar los cantos, las excelentes homilías de los Sacerdotes que nos hacían entender todo a la perfección de un modo tan claro y acorde a nuestras edades. ¿Y los días del niño? ¡Esos festejos sí que no han tenido comparación! Los juegos, las risas, los regalos, el chocolate, las enseñanzas, y todo esto teniendo a Jesús siempre presente. Después venía el mes de María y el juego entre los distintos cursos para ver cuál completaba primero ese gran Rosario que armaban, y de un modo tan simple nos enseñaban el amor a la oración, al Rosario, a nuestra Madre. ¿Y los campamentos? ¡Simplemente INDESCRIPTIBLES! El esfuerzo que hacían esos seminaristas y sacerdotes para conseguir todo lo que necesitábamos y que así no fuera necesario que desde nuestras casas nos dieran demasiado dinero, y lógicamente quien no tuviera cómo pagarlo podía ir igual ¡nadie quedaba afuera! ¡nos enseñaban a ser familia, a compartir, a ayudarnos unos a otros! Los juegos, los choripanes, los fogones. ¡Cómo olvidar todo eso! ¡Cómo olvidar la pureza de esa infancia, la sencillez de una diversión sana, lo que era conocer historias de santos, de la Virgen; cómo continuamente nos enseñaban el amor a Dios!
Y así el Seminario fue siendo parte de mi vida y de la mi familia. ¡Cuánto ayudaron a que mi familia se acerque a Dios! Cada tanto un sábado a la mañana iba el seminarista que estaba a cargo del curso de catequesis en el que me encontraba, charlaba con mi familia, nos acompañaba.
Cuando recibí los dos Sacramentos y esto implicaba que ya terminaba mi pasaje por eso bello lugar, me invitaron al grupo de Perseverancia. No puedo con palabras indicar lo que ese grupo fue para mí, cuánto aprendí, cuánto crecí, cómo pude acercarme a Dios, cuántos amigos me hice. Esas charlitas de formación luego de la Misa; alguna película de un santo; pizzas, choripanes o panchos a la noche; jugar al ping pong; tocar la guitarra… en fin ¡SER FELIZ EN CRISTO! Transitando una adolescencia distinta, llena de contención y buenas enseñanzas. Hasta fueron parte del almuerzo de mi cumpleaños de 15, ¡la alegría de ese día! Insisto, el Seminario se hizo parte de mi familia.
Gracias a los consejos allí recibimos, pude partir y comenzar un grupo de parroquia. Y sí distinto a lo que yo venía acostumbrada porque era en una gran parroquia, en el centro, en un gran grupo. Logré continuar mi formación en la Acción Católica, ser dirigente, participar de Misiones, pero el Seminario siguió estando, compañeros de grupo que ingresaron al mismo y por ende los terceros domingos allá estábamos visitándolos. Sacerdotes amigos que allí estaban y en esos domingos se reunían con nosotros para compartir unos mates, y lindas charlas.
Y aquella historia que cuando pequeña comencé, jamás terminó. Con el paso de los años los seminaristas se hicieron sacerdotes y siempre siguieron presentes en mi familia: yendo a comer un domingo, yendo a visitarlos a sus parroquias, aconsejándonos, acompañándonos.
En fin, insisto: ¡EL SEMINARIO ME CAMBIÓ LA VIDA! Con simples palabras es muy difícil explicar todo lo que significa: CONOCÍ A DIOS, me enseñaron a rezar, recibí los sacramentos, acercaron a mi familia a la Fe, aprendí de sacrificios, de entrega, de santas amistades, de buenas lecturas, luego de mi primera confesión perdí el miedo que por tantos años venía acarreando, me dieron gran ejemplo. Me instaron a ser buena cristiana. ¡GRACIAS SEMINARIO SANTA MADRE DE DIOS!
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