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La primera vez que fui al Seminario “Santa María Madre de Dios”, recibí una gracia muy grande: la aceptación a la dirección espiritual. Mi vida empezó a florecer con la luz del ‘Sol’. Esa fue la primera de muchas, ya que el Señor obró a cada instante, y siempre en ese bendito lugar, el que ha ido ha podido experimentar que el corazón se ensancha de amor por Dios, el alma se llena de alegría y paz. Cuando hablamos del seminario, hablamos de una gran familia, y es que para los sacerdotes formadores, los seminaristas son realmente sus hijos de corazón. Dan todo por ellos. Con la paternidad por dentro, y la “maternidad” también (en el buen sentido de la palabra), se entregan para el bien de sus hijos. Su anhelo más grande es que se conviertan en santos sacerdotes. El acompañamiento del sacerdote en la vida de un laico, es de suma importancia, como podemos ver en cada testimonio que se ha compartido. Han logrado reflejar ser un Cristo, aquí en la tierra. En el 2013, con la Acción Católica, viajé a la JMJ Brasil con algunos seminaristas y sacerdotes. Fue un viaje maravilloso, en el que pudimos cultivar la verdadera amistad en Jesucristo con nuestros pares. La sana diversión por un lado, con las guitarreadas en las estaciones de servicio, en el colectivo, en la playa, el compartir absolutamente todo, dio mucho fruto. No olvidaré jamás que la Santa Misa era lo principal de cada día: nos levantábamos a las 5 o 6 am, para celebrar la Eucaristía. Y la oración fue la protagonista de todos los días y lo que nos trajimos como mejor enseñanza. Las ganas de rezar fueron aumentando ya que estos hombres de Dios, nos daban el ejemplo. Eso nos marcó muchísimo. ¡Cuánto para agradecer! Por los retiros ignacianos, por la buena disposición para confesar, por cada Eucaristía celebrada con gran devoción “como si fuera la última de sus vidas”, por cada consejo recibido que iluminó mi entendimiento, por cada enseñanza que afirmó mi Fe, por cada discusión de temas profundos de formación y educación de la Doctrina, por cada palabra de aliento, por ser el nexo de buenas amistades, por invitarme a las buenas lecturas, por el respeto y el cariño que me han transmitido con sólo un apretón de manos, una sonrisa o una mirada de paz. Y ante la prueba, el dolor, la angustia del corazón, también la presencia del sacerdote ha sido bálsamo de las heridas. Agradecida eternamente a Dios, por cada consuelo que recibió mi alma, por cada bendición. ¿Cómo podría olvidar que gracias a una bendición especial, pude concebir a mi primera hija? ¿Cómo podría olvidar que gracias a una bendición especial durante mi segundo embarazo, (que era de riesgo), mi niña se desarrolló perfectamente y nació sana? ¡Cómo olvidar que todos los domingos por varios meses de reposo, pude recibir a Jesús Eucaristía, gracias al sacerdote que nos visitaba! Cristo estuvo ahí, ayudándonos a llevar la cruz. El sacerdote estuvo ahí, ayudándonos a sostenerla. ¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? (Sal, 115). Sin decir más, el Seminario “Santa María Madre de Dios”, nos hizo AMAR el sacerdocio de Cristo, y es tan profundo este amor, que le pedimos a nuestra Madre del Cielo, que interceda para que el Señor nos bendiga con hijos varones, para devolvérselos como santos, fieles y generosos ministros del altar. ¡Con la esperanza puesta en Dios, rogamos a San José que proteja nuestra diócesis, nuestros seminaristas, sacerdotes y NUESTRO SEMINARIO! María Florencia López y familia.
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